La vida la puso en mi camino en el
momento exacto en el que la necesitaba. Comenzó con una plática de
adolescentes, en una tarde de verano, donde nada nos preocupaba. Sin pensarlo,
ella abrió su corazón hacia mi y yo le ofrecí mi confianza. Comenzamos
compartiendo nuestras ilusiones por los chavos que nos gustaban, las
frustraciones de las faltas de permisos de nuestros padres, las risas por
tonterías, películas de terror que nos dejaban sin dormir una semana, salidas
en la noche para cuidarnos una a la otra, secar nuestras lágrimas por algo que
nos dolía, preguntarnos cosas que no nos atrevíamos a preguntarle a Mamá y
festejarnos el empezar a trabajar.
Crecimos, maduramos, lo adulto y lo
estúpido llenó nuestra mente y nos separamos un buen número de años. Sin
embargo, nuestro corazón y la fuerza de nuestra amistad no se dieron por
vencidos. Nuestro reencuentro fue un momento inolvidable al darnos cuenta, que
a pesar de tanto tiempo, de perdernos episodios importantes de nuestra vida,
sentimos que el tiempo se hizo nada, que nos dejamos de ver como si hubiera
sido ayer, que el rencor jamás apareció en la mesa para hacer algún reclamo.
Retomamos la complicidad de nuestras vidas y fortalecer nuestra amistad.
Hoy no concibo mi vida sin mi
confidente, mi compañera, mi hermana de alma. Como bien dijo mi padre algún
día: “Tu amiga Ana es para toda la vida, cuida su amistad”.
Gracias a la vida, gracias a Dios,
gracias a ti mi querida Ana, por ser mi amiga.
Tere Kuri
Febrero 2018
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